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Sueño que se explica
prose [ ]

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by [hopejunkienyc ]

2005-06-21  | [This text should be read in espanol]    | 



Sueño Que Se Explica
Por Prof.Raul E. Romero
John Jay College of Criminal Justice
CUNY
“ (...) I walked into your dreams and now I’ve forgotten how to dream my own dreams (...)”
Mother, Tori Amos


Anoche, mamá, me lamían las llamas. ¿Anoche? ¿Era de noche? Sí. Sí era de noche. Y me lamían. No me abrasaban ni me envolvían, simplemente me lamían. Envuelto en la noche, que era oscura y prodigiosa como el engaño, me iluminaban las brasas. ¿Había brasas? No, en realidad no había brasas; pero las brasas me iluminaban la cara y me dejaban verme las manos, que estaban empapadas en sudor. Y en sangre. Porque había sangre, ma, pero... no, no había sangre. Sí, había sangre que se intercalaba en las llamas.
¿Era fuego? ¿O era una tela de agua después de todo? No sé, ahora lo dudo, pero parecía ser rojo. ¿O era gris como todos los sueños? Sí, quizá era gris y yo, sucumbiendo ante esa frase trillada de que el sueño es tan falaz como la vigilia, le adjudiqué el color rojo, y el escarlata. No, el violeta. Sí, y el amarillo; o el gris. Sí. Pero era rojo. El fuego es rojo. Y las llamas eran rojas, escarlatas, carmines. Había rojo, ma, y un tinte de gris, que es como el rojo.
Ahora que lo pienso, no era muy solitario. Tan solitario todo. Claro, sí, yo estaba solo, pero podría haber sido en el subte, o en lo del abuelo. Yo sabía que el fuego me lamía con sus lenguas y me dejaba empapado. Y eso podía ser en cualquier lado, incluso estando solo o no, ¿me entendés, ma?. Era raro porque todo tenía una tela rasgada por delante, como un cuadro, pese a que no era un cuadro, porque el cuadro es algo incomprensible.
Y de pronto era como que lloraba y que reía con lágrimas y sudor y agua con tierra, porque todo era cálido, e ingenuo, y me enternecía y me hacía llorar, pero a la vez era tan erótico, tan sensual y cálido, tan adulto todo, ma. Esas lenguas inocentes como nenes que me rozaban la piel y apenas si me la raspaban. Mi piel frotándose, transpirada, contra un vidrio impecable. ¡Ay!, era como miel en un labio con rouge, como vello púbico entre los dedos del amante quimérico. Era como saliva sobre una uña que frota un genital y que acaba en una tercera boca. También era despreciable y burdo, ma, como visto desde la oscuridad, en soledad, desde el otro lado de una persiana. Sí, pero era, ay, tan onírico.
Y en mitad de las crepitaciones y de sus texturas sedosas y espirituales, y sutiles, había una chimenea. ¿Estaría dentro de un hogar yo? Lo dudo, porque la chimenea estaba sumergida en el fuego al igual que yo, como si ella misma formase parte de un hogar, y, aparte, después yo estaba en medio de una cancha como de golf, pero no tan aireada. Sin embargo, el fuego no desaparecía, y seguía haciéndome estremecer, en posición fetal a veces. Cálido y húmedo. Pero yo a esta altura ya me daba cuenta –o me preguntaba, que era como darme cuenta– de que las llamas se parecían más a un terciopelo oxigenado que a fuego. ¿Las llamas se parecían más a un terciopelo oxigenado que a fuego?. Eran como una sábana que se movía con el viento que entraba por la ventana. Y no, antes de que me lo preguntes yo te lo contesto: no había ventana, ma, pero de alguna forma yo sé que no era una ventana, sino la ventana. ¿Era una ventana? Sí, lo era, tipo holandesa (comentario al pasar: parece que afortunadamente todo lograba explicarse).
Yo suponía que lo que formaba toda esta aura de comprensión cadenciosa, y a la vez caótica y hasta escurridiza, es que yo no me cuestionaba por qué había un balde con hielo ahí. Simplemente sabía que estaba ahí, y que ahora lo atravesaba un cometa. Y yo lo respiraba, al cometa digo, claro. Y luego lo agarraba y terminaba siendo una serpiente de tipo azteca que yo, en lugar de rechazar, abrazaba. (Flashback: de pronto, había un chico durmiendo, en una cama de paja y plumas de codorniz, un chico parecido a mí, que era yo, pero que no era yo. En medio de un lago reflejado de estrellas rojas como Marte.)
En mitad de todo esto yo era consciente de que te estaba nombrando a vos, ma; y yo sabía, en medio de este caos organizado de mis sueños, que si te nombraba a vos era porque quería dar dramatismo al tema. Como un dramatismo psicológico, ¿viste?. Será que cuando me siento subir la temperatura, vos siempre estás ahí. Y en el sueño (yo no lo decía ni pensaba, pero lo sabía) esperaba que vos no dejes de tocarme la frente, por si todo terminaba demasiado mal. Era como que en cierta forma yo sabía que esas llamas, o esos haces de sol, o esos rayos hidrófugos eran la Vida misma que se presentaba ante mí y que me dejaba decodificar sus símbolos. Sí, vos dirás que si estos no son símbolos, ¿qué lo es?. Y eso mismo me digo yo, y eso mismo me decía la Vida, y era lo que me tenía que decir, ma.
Era el Destino que me pegaba en la espalda con su libro y que me enseñaba a caminar erguido con el libro en la cabeza. Siempre tan contradictorio, pero tan... tan tirano y paternal el Destino. Clap, clap. Alguien aplaudía a lo lejos. Con azúcar, tenía azúcar en los ojos. Clap, ¿estaba lejos? No, clap clap clap clap, creo que estaba cerca. El eco de sus aplausos me recordaba a la sonrisa del tipo de un aviso de publicidad, el de espuma para afeitarse, ¿te acordás?. Ahí supe que tener al Destino como amigo era mucho mejor que tenerlo como divinidad, porque el Destino es más divertido de lo que parece, y tenerlo como divinidad lo enfunde de respeto. Un respeto que mi sueño no concebía, o que concebía demasiado bien. (Apóstrofe: Yo sabía que podía morir en cualquier momento, y que era lo mismo. Sabía que podía hacer lo que quisiera, porque este sueño era único. ¡Y encima tan irrisorio!). Sino, ¿por qué te creés que te cuento todo esto, ma? Y... sí, porque el Destino quiere que te lo cuente, él me dijo que así son las reglas del juego. Así es como jugamos con el Destino. Siempre haciéndome cosquillas en la panza. Como si el Destino fuese un oso de peluche que come mermelada (repentina revelación: de pronto, de golpe ahora puedo figurármelo así, pero en el sueño no parecía estar, aunque ahora que lo pienso sí comía mermelada de pinocha).
Lo curioso era que yo, que estaba aparentemente solo, en realidad no estaba solo para nada. Es más, estaba demasiado acompañado, como ahogado y sin aire. Las llamas acuosas ya eran compañía suficiente y, por si fuera poco, yo rememoraba rostros y más rostros que, tal como era la oscuridad que me rodeaba, en realidad se desvanecían, me dejaban solo y luego me aturdían como un canto de sirena, repitiéndome que ellos me salvaban de la soledad. Y tenían razón. ¡Ese es el “en realidad”!. Ja... Y había un bosque ahora, se ceñía alrededor de mí ahora.
Un bosque patas para arriba, que todavía tenía un dejo de hogar, de chimenea y de cancha de golf sin aire. Todo patas para arriba estaba ahora... bastante divertido. La sangre me bajaba a la cabeza, los pelos me colgaban. Me podía ver los talones. (Una predicción: después había un humo espiralado, como el que desprende el café, y ese humo provocaba que se acerquen los mosquitos (que en realidad eran más como pixies, como hadas)). Y yo no paraba de pensar que jugar con los extremos siempre era fácil. Yo era como que estaba por encima de ese humo, como en una casita hecha en los árboles. Árboles grandes, pero no tanto.
En un momento, el mundo estallaba, pero estallaba dentro del fuego, como si afuera de él siguiera existiendo. Por fuera el universo, por dentro el Apocalipsis, el fin del mundo ya descrito por los egipcios (ahora que recuerdo, había una pirámide y algún recipiente de alabastro en algún lado, y será por eso que se me dibujan perfiles de esfinge al recordarlo). La colisión era bastante agresiva, pero yo estaba protegido en mi huevo de fuego y de agua y de cáscara de banana. Era como en las películas, que un hongo de humo se eleva en medio de la nada y no llega a desaparecer. Y había fuego, pero el fuego no era símbolo del fin del mundo. Dicho símbolo era el monstruo de muchas cabezas que el fuego estaba engendrando en su útero. Después (o en el mismo momento, no sé) yo era una partícula de oxígeno en medio de un hoyo negro. O no, o era una lágrima pintada sobre la cara de un payaso que se asomaba como de atrás de una pared. Y estaba en la bañadera de casa yo, que en realidad no era la bañadera de casa, sino que era como un túnel-escalera. Una escalera que iba de arriba para abajo, ¿me explico?. Como en el bosque invertido. Bueno, no sé, pero todo era tan legible, no precisaba preguntarme nada... era comprensible... no sé... era así. Y estaba bien, porque la Vida estaba decodificando sus llamas.
Yo estaba muerto en un momento. O dormido. O vivo como siempre, como ahora y como en mi sueño. Yo pensaba que contaba este sueño, pero estaba viviendo, mamá... ¡y en realidad estaba soñando!... ja ja... ¡las cosas que sueña uno!. Lo importante es que en medio de la luz que me encandilaba, yo recordaba que tenía que reír, y reía. Porque –me decía entre canciones tribales– llorar o reír es lo mismo cuando uno sabe que está atrapado en una túnel-escalera de metal fundido. Finalmente, uno devela el misterio así, ¿no?. Una estalactita con ojos, pero sin boca, me decía en ese momento que si lo vemos así, es tan fácil ser onanista. ¿En el estómago de quién estaba yo?.
Luego, atravesando una arcada barroca, muy sobrecargada, iba a parar a un lugar raro. Y me empezaba a despellejar yo, y me quedaba con mi propia piel en mis manos y estaba en medio de maniquíes, como en el hall de una casa de ropa, y los maniquíes me miraban. ¿O eran robots? Porque se movían y murmuraban entre ellos, pero lo hacían sin mover la boca, pero eran como maniquíes. Yo me reía, otra vez, como los locos, me reía como los lunáticos que te dan miedo en las pesadillas, y de pronto me agarraba los pelos y gritaba fuerte fuerte. Los copas del bar (pero en realidad no estaba en un bar yo) se rompían. Entonces era como que yo, omnisciente, siendo yo y una cámara a la vez, me metía por mi propia boca y terminaba saliendo por un hoyo en el suelo como el de Alicia en el País de las Maravillas. En la boca del hoyo había alguien rubio tratando de escuchar algo (supongo que las hormigas que ahora tenía en el hombro cantando eran demasiado escandalosas). Y yo me internaba en su oído, que era un océano con una isla solitaria, con aves que caían muertas porque alguien les estaba disparando. ¿Les estaban disparando? ¿Caían muertas? ¿Quién es que está ahí?. No sé, yo volaba. Sí.
Volando me cruzaba con un armario. Uno de sus cajones sonreía, y había relojes como los de Dalí y un elefante con patas largas largas que suspiraba cuadrados muy a lo Miró. Volaba y pensaba –sonriéndome– que soñar un sueño en el que uno no vuele es como no soñar ningún sueño (observación: raro que no había ningún dragón). Y pensando esto descendía en un desierto de arena y agua sostenido por fuego en donde crecía un precipicio. Entonces, yo, influenciado por una manzana edénica que me lamía el oído, en medio de mi soledad y mi compañía exagerada, me arrojaba al vacío y quedaba como un globo inflable en medio del duro océano, que era como una pared oblicua. Mi mano sostenía el crucifijo. Un gato en algún momento me había arañado la mejilla izquierda. ¿Era la izquierda? Sí, el Destino dice que era la derecha.
Me quedaba tendido ahí, sobre ese mar estructural, como una obra en construcción, con tubos y caños que tenía salidas a diversos calabozos y paraísos, y a hoyos con payasos de caras pintadas. Pero el que se quedaba quieto era yo, porque el mundo, las cosas del mundo no se quedaban quietas, seguían girando y atontando a mis sentidos. No me dejaban diferenciar nada. Yo quería moverme, alzar la cabeza y mirar, pero no podía, algo me tenía pegado, atracado a esa pared pegajosa que era el mar –rígido. Clap, clap clap clap: alguien seguía aplaudiendo allá a lo lejos, en otra dimensión, en otro foso, y el fuego nunca desaparecía. Sentía su resplandor desde la distancia (tampoco tanta). Los sentidos era como que se me atontaban: de pronto, todo lo que escuchaba, lo veía, y todo lo que tocaba tenía un sabor. Era curioso, porque yo tenía muchas cosas en la cabeza y no lograba diferenciar al sabor del gusto del tacto de la visión. Tenía muchas cosas en la cabeza, pero era como si no tuviese cabeza, sino como si formase parte de una mente que pensaba. Como si fuese el engranaje mismo, con todos los colores y las estridencias que debe tener una mente. Y de nuevo, barriendo el viento sudado se me cruzaban cosas tan escandalosas, tan variadas: Afroditas que llevaban serpentinas, y de pronto un libro hambriento que quería comerlas. Y ellas que se reían a carcajadas. Y así miles de cosas, ma: había muchas cosas que yo no lograba entender, o mejor dicho, que entendía pero que no lograba distinguir claramente, porque tenía la cara pegada a un mar patas para arriba, formado por cubos de hielo.
Entonces, en ese estado de inmovilidad, sentía que se abrían líneas paralelas. Como túneles. Una línea paralela a ese mar de pasto seco. Un túnel paralelo (forthshadowing: el túnel era un óvalo, con salidas a los costados). Y al principio me gustaba, me hacía reír, yo no entendía mucho todo. Pero después me comenzaba a asustar un poco y me terminaba aterrando. El viento, fuerte como el zarpazo de un águila, venía y me arrancaba de esa posición obligada, estampada contra una pared en la que estaba yo. Me llevaba a un sendero de colores pasteles en el que yo tenía que correr, como un hamster en su ruedita, ¿viste?. Y el sendero tenía varias visiones: superiores, laterales, inferiores. Se alternaban. Y yo corría y me alejaba. La distancia era como trompetas que subían y bajaban. Se acercaban, se ahogaban, se caían, volvían a escalar. Y yo corría. Tenías las manos crispadas. Y los túneles se alineaban. ¡Me asustaba mucho, mami!. Había un túnel. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Había como ocho túneles, seguían multiplicándose, tomando distancia y acercándose. Como trompetas fatídicas.
Yo tenía que correr. Corría sobre un camino de vidrio. Y podía ver mi reflejo, que tenía vida, porque hacía algo diferente a mí. De pronto, cuando el camino daba una vuelta de ciento ochenta grados y me dejaba caminando cabeza abajo, yo podía atravesar mi propio reflejo, que ahora veía mirarme desde otro túnel, cruzado de brazos. Era la meta, correr, en medio del fuego... clap clap clap. Todo se mezclaba. Las serpientes me rozaban el pelo. Y ahora eran serpientes que asustaban, porque eran serpientes comunes, pero asustaban. Y mucha arena. Había arena. Y había un bosque. ¿Había un bosque? No sé, creo que sí, pero igualmente yo estaba como sumergido en una burbuja inexistente de velocidad. ¡Tenía que correr, mami!. Los ojos se me abrían, se me cerraban. No me respondían. Tenía que correr. Tenía que seguir meciéndome en posición de meditación. Tenía que hacer tantas cosas, y todas a la vez. En un túnel. En otro. En el bosque. Aquí. Allá. Me veía, me atravesaba, y desde todos los ángulos me entendía: ¡tenía proyecciones de vidrio, que se golpeaban, se astillaban y volvían a ser partes mías!. Otras proyecciones, en cambio, eran livianas, lúdicas y etéreas, y podía atravesarlas. Corriendo, desde ya. O deslizándome como una anaconda, lenta y grave. Las piernas no me daban más, o sí... corrían. Y corrían. Me dolían las rodillas. Querían parar. Paraban. Corrían. Se enrojecían y tensaban los ligamentos. Estaba pelado. Desnudo. Vestido. Boca arriba. Horizontal. Y ahí estaba yo. Y ahí. Y yo. Ahí. Yo. Y yo. Estaba yo una y otra vez, en cada uno de los túneles. Uno paralelo al otro. En un camino de vidrio, y en el opuesto, más acá. Mirándome desde un lado del vidrio, de pronto todo negro, burlándome sin poder parar en el otro lado. Yo. Ahí. Y aquí yo, o él. No sabía cuál era yo. Si ese o el otro. Él o yo. ¡Y no podía gritarles para que desaparezcan!, porque yo estaba vestido con ropa muy pesada, como sotanas que se me trababan en las piernas y por eso no podía gritar (conclusión: era por eso, las sotanas no me dejaban gritar).
La cabeza se me iba para todos los costados. Y todo se suspendía en un aire nítido, visible y escamoso. Y de pronto todo era suave y aterciopelado, como las llamas que fluían al principio (si era el principio) del sueño. Por mis costados veía que pasaban los manequíes-robots con copas en las manos. Y las copas estaba sanas. No estaban rotas por mis gritos. Tan insignificantes resultaban ser mis gritos. Yo los miraba pasar, y no podía mirarlos por mucho tiempo, porque las piernas no paraban de correr y me llevaban lejos. Apenas podía voltear la cabeza. Yo quería despertar, pero no se me ocurría pensar que podía estar soñando. O sí. Sabía que podía escapar de alguna forma pero no, no podía. Sabía que podía escapar yendo hasta la punta de un álamo y quedándome ahí arriba, protegido. Y de hecho lo hacía, pero era como que hacía todo a la vez, y parecía no hacer nada. Aparte, habiendo tantos yo en los túneles, podía hacer muchas cosas. Y sentirlas todas a la vez. Entonces estaba caminando, y de golpe trotaba y allí estaba dirigiendo una orquesta. Un escarabajo a pintas naranjas y amarillas llevaba a un helado serio a galope, y más allá jugaba con mis manos y con mis dedos. Comía, crecía, lloriqueaba. Reía. En un túnel. En otro. Aquí. Allá. Estaba. Pero allá. ¡Ay!. Tranquilo. O no. Más acá.
Mamá, la cabeza se me iba abriendo, y yo me veía con la cabeza abierta, y me veía a mí mismo viéndome. Pese a que los túneles eran paralelos y no me permitían verme a mí mismo, yo me podía ver como si fuese un dios omnisciente. Y pensaba que ya había soñado esto alguna vez. Pero no quería soñarlo más. Quería ser yo y no tener visiones omniscientes. Y sin embargo había más túneles: dieciocho, veinte, veintidós, bajaban a nueve, y otra vez quince, los túneles fluctuaban. En cada uno estaba corriendo yo, como un corno suspendido. O en lugar de corriendo, yo estaba caminando agitado, intentando frenar, pero sin poder lograrlo, o lográndolo. Porque algo o alguien (el Destino, o el hombre de la propaganda de espuma para afeitar, o yo, o un armario sonriente) me recordaba con un aroma agridulce y un sonido aterciopelado que yo tenía que seguir moviéndome, histéricamente, sin dejar mi cuello quieto un solo segundo. Salía por una ventana. Había un puente que cruzaba una ventana. De frente venían rostros y estrellas rojas como Marte me atosigaban mientras avanzaba. Todo caía por un embudo, cruzándome a mí mismo [atravesándome], pero era como si cayese en sí mismo, como si nunca hubiese caído. Un embudo. Y el camino giraba sobre sí, creando nudos. Arriba. Para abajo. Por momentos estaba cercado por los lados. Como si fuesen pasillos. Un laberinto. Laberintos. Se cruzaba una mano de uñas largas y pintadas de rojo carmesí. Me incitaban. Yo corría por un laberinto. Caía en un vacío (en alguno, en cualquiera) como si cayese por una catarata. Iba como por un embudo. La sangre aquí. Allá. ¡Este es un metro infinito!. Mamá, sentía que nunca terminaría, pero terminaría, aunque sentía que no. Terminaría. Y el dolor cesaría. Me dolía, aún me duele. Odio el dolor. Odio el dolor. No quiero acostumbrarme. Me tumbaba un ojo sin párpado. Ya nada dolía. Me empalagaba el dolor. Amo el dolor. Las rodillas, el sudor. ¡Ay!, suspiro. Golpeaba, pataleando, el vidrio. Hay un copa, sobre, encima, debajo, ¿a los costados?. En medio de tanto fuego aguado, los ojos se me estaban saliendo, irritados. Elefantes de patas largas de pronto se enredaban con lápices que los dibujaban y caían. Provocando estruendos, pero coloridos, con esponjas enormes que atemperaban la furia. Los ojos, sí, los tenía muy abiertos, la presión del aire no me los dejaba cerrar. Y los labios no lograban unirse, las dos paletas se oponían al viento, mamá. Y eso era peor y yo quería entender por qué, pero alguien me golpeaba de atrás la cabeza. Y no podía, quería entender; lo tocaba.
Los segundos estaban todos divididos. Pasaban tan rápidamente, que apenas si lograba interceptarlos. Pero a la vez eran densos como chocolate derretido y espesado con lodo, rodeado de pixies y humo. Todo era tan liviano y tan pesado y tan ajeno a la vez. Estaba yo corriendo. Ahí. Y caminando. Yo. Y yo. Corriendo. Gritaba con el cuello. Las manos crispadas, el pelo suelto. Gritaba. Quería gritar. No podía. Vidrio golpeado. Estaba tranquilo, durmiendo. Quería dormir. Lo hacía. ¡¡¡Mamá!!!. ¿Dónde estás?, ¿ma?. Un túnel, dos, tres. Corría, quería parar. La catarata me deslizaba y el aire me resentía. No, nada de parar. Seguía corriendo. No podía. ¡Quería despertar!. No quería. Quiero, quiero despertar. Pero no estaba soñando. Yo soñaba que no estaba soñando. Me reía. Al principio con ganas, después de compromiso. Con miedo. Con terror. ¡Me reía pidiendo ayuda!. Sentía que me atravesaba. Soy de vidrio. Resquebrajado. ¡Estridente, estridente, sueño inflexible!. Se me caía un sombrero. Y se volaba lejos. Lo agarraba Afrodita, jugaba con él. Se multiplicaban los túneles. El libro se comía a Afrodita. Yo lloraba, mientras corría. De nuevo boca abajo, en el bosque, ahora bajo el agua. Desnudo. Boca Arriba. ¡Mamá!, ¡ayudame, agarrá un alfiler!. Los túneles, yo. Y yo. Una vez. Tres. Nueve. Ya no puedo contarlas. Estoy aquí. Lejos. No puedo contarme. Al lado mío. Me burlo. Hay sudor por todos lados. Lágrimas. Fuego aguado. Me veo desplumando un pajarito, un armario como un cuadro de Miró. Camino por las paredes, flip flap y caigo sobre mí. Quinientos túneles. O menos. Ja. No me dejes seguir soñando. Ja ja, risa enfermiza. Por favor, que basta ya. La cabeza tiene que quedarse quieta. No más dolor. Oigo los túneles: son uno, dos, tres, cien. Me veo. Mil. Mil túneles. El sonido certero de una trompeta me hacía agarrar la cabeza. ¡Ay, horror!. Y me veo. Ahí. Y ahí. Yo. Y más allá. Otra vez. Otro túnel. Sube baja. Clap clap clap. Jajaja. Las trompetas. Se cruza una serpiente, y falla en tirarme. No quiso tirarme. Más lejos. Corro. Me tropiezo y me duele, el cometa, ¡con plumas!, viene, proyección, pero sigo corriendo, clap clap, mojado. Sudor. ¿Sangre? No, no es sangre. Se oye [ciento ochenta grados] un corno suspendido. El pelo rígido, al viento. Es la velocidad. Es el destino. No puedo parar. Estoy parado. Corro. Es la Vida, ¡y sus llamas!. ¡Es el fuego, mamá!. Despertame. Se me abre el pecho. ¡Despertame, mamá!, pateame, pegame, hay un vidrio, pinchame, ¡mojame, mamá!. ¡Mami!.
¡¡¡Mamá!!!.

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