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OJOS COLOR EXPRESO DOBLE (Estabas desnuda frente a mi)
prose [ ]
Desmemorias

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by [tobegio ]

2023-04-11  |     | 



DESMEMORIAS.

Ojos Expreso Doble. (Estabas desnuda frente a mí).


Por Sergio Hernández Gil (tobegio)

Estabas desnuda frente a mí. En la penumbra sólo podía ver la intensidad de tus ojos de color expreso doble. No podía saber el tono exacto, tal vez ni quería ni me interesaba en realidad. Únicamente sentía cómo su brillo me levantaba la piel mientras la sordina y el sax lloraban, en una danza conjunta, Eleanor Rigby, sobre el eco del tren rodando a toda velocidad.

Ya no eran aquellos marrones días de otoño, cuando apareciste en mi vida, ni enero siguiente, cuando coincidimos nuevamente en el AVE a Barcelona. Mucho tiempo estuvimos sentados uno frente al otro, mudos, solamente miradas cruzadas de vez en cuando y esa última vez una ligera sonrisa antes de escuchar, dijiste, aleteos de mariposas entre los rayos invernales que traspasaban la matutina ventana del compartimiento. ¿Te amaba ya? No, eso no pasa, son cuentos, historias que se inventa la gente para no sufrir.

–Tengo las manos heladas… hace mucho frío, murmurabas. En respuesta te ofrecí, automáticamente, mis guantes de lana de merino.

–Combinan con su ropa, respondí, y me acerqué tímidamente casi hasta rozar tus hinchados labios enrojecidos.

Hacía ya un buen rato que habíamos dejado Puerta de Atocha. Palpitaban mis sienes y las palmas de mis manos se humedecieron con el sudor.

–¿Su primera vez a Cataluña?, intenté iniciar una conversación.

–Sí, mentiste, a sabiendas de que ya antes habíamos viajado en el mismo tren, fingiendo tú que no me conocías. Guardé silencio y no hablé más durante buena parte del trayecto, pues me sentó mal que mintieras.

No podías haber olvidado el día que te perseguían dos hombres cerca de la Rosaleda en el parque El Retiro y corrías pidiendo ayuda. Llegaste a donde estaba yo, sentado, dando de comer a las palomas, que volaron al ver tu agitación. Fue casi a fines de abril.

–Me están molestando, gritaste.

Tuve miedo, pero me sobrepuse al mirarte. Palpitaba entonces también el resto de mi sombra. Cuando uno de ellos me mostró su placa de policía, me sentí más tranquilo, por lo menos supe que no eran delincuentes comunes. Dijeron que tenías que declarar sobre un asesinato.

–Soy abogado del Despacho de Gonzaga y Ramírez, respondí tajante con la pretensión de intimidar a los guardias civiles.

–¿Tienen ustedes alguna orden de detención o un citatorio? Pregunté además si estabas acusada de algo o sólo querían tu testimonio. Se miraron a los ojos entre ellos. No agregaron nada y se fueron.

Me viste de reojo y sonreíste fugazmente antes de escapar en un taxi por la puerta de Dante, como presagio del infierno que nos tocaría vivir. Un mes después te volví a encontrar en el andén de la estación de trenes. Sentí nuevamente temblores por todo el cuerpo. Quise saludarte, pero preferiste esquivarme y sólo volviste la cara para mirarme cuando caminábamos hacia la salida de la estación de trenes. No quise dar mucha importancia al asunto y pensé que sería mejor olvidarlo.

El 17 de junio, lo recuerdo bien, viajamos juntos por segunda vez; fue nuestro tercer encuentro. Ahora, me extrañó, abordaste el tren nocturno. Esta vez no evitaste el saludo, seguramente el clima templado ayudó a disipar el ambiente. Dijiste buenas noches, pero marcaste distancia y te acomodaste en otro compartimiento. Te seguí, a pesar del nerviosismo que hizo latir mi corazón como una locomotora a toda velocidad. Te miré perderte en la lectura de “Ensayo sobre la ceguera” y no me atreví a interrumpirte, pero luego pensé que debía hablarte, recordarte tu huída de El Retiro, y decirte que no podías seguir ocultándote de mí.

Descaradamente descorrí la portezuela y me senté frente a ti. Al ver a esos dos hombres fuera de tu compartimiento comprendí que te vigilaban en cada uno de tus viajes, a veces una pareja, o dos mujeres, una con un niño o sola, a veces un solo hombre. Tal vez por eso miente, pensé. Tal vez por eso me evita. Sentí escalofríos ¿Quiénes serían? Lo que si presentí, por alguna desconocida razón, es que estabas en peligro, así que eché llave y aseguré la puerta por dentro.

Tras la sorpresa que te causó, sin hablar, como si sintieras un gran alivio, te echaste a llorar en mis brazos. La tibieza de tus mejillas húmedas fue una caricia sobre mi cara. Estabas totalmente sola. Casi una hora después me dijiste que tu marido, un empresario colombiano muy rico, había sido asesinado en circunstancias extrañas y que su familia y la policía sospechaban de ti, pues él te nombró la única heredera de su gran fortuna. Otra vez tus ojos se hundieron, profundamente, en los míos.

Aturdido por ello, apenas pude comprender lo que me explicaste acerca de que unos parientes de tu difunto marido pagaban policías para que descubrieran a tu amante, con el que supuestamente habías planeado aquél horrendo crimen. Me contaste también que los viajes a Barcelona eran para ver a tu madre enferma, que pronto cumpliría los noventa años.

Evitaste hablar sobre nuestros anteriores encuentros. No supe cómo, pero qué importa, nos besamos. Era ya pasada la medianoche y no contuvimos ni el aliento. Un rato quedamos desnudos, así nada más, sin sentir el frío, yo mirando fijamente a tus ojos jugaba con las calladas sábanas. Eleanor Rigby se desmayaba en notas cada vez más fugaces y esquivas. Tus pupilas brillaron en la oscuridad, y tus manos, ansiosas, precipitadas, me arrancaron el corazón con caricias.

–¿¡Queé!? reíste cuando dije que te amaba. De pronto, los policías forzaron violentamente la puerta. El relámpago del flash me permitió ver tu rostro y la silueta entera de tu cuerpo desnudo.

Nos detuvieron, dijeron ellos, acusados de planear y ejecutar el asesinato. Por fin encontraron al amante, el cómplice y móvil a la vez por el cual, aseguraron, diste muerte a tu marido. Diez años he purgado esta injusta e infernal condena y no puedo quitar de mi mente el recuerdo de tus ojos expreso doble, relucientes, de tu cuerpo desnudo frente al mío, de tu pálido rostro sonrojado, de tu barbilla apoyada sobre tu mano, escuchando atentamente cuando te decía: te amo! Y las últimas lágrimas de la sordina y el sax sobre el eco del tren rodando a toda velocidad.
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